El acto de enseñar. Luz Verónica Gallegos Cantú.

 

El acto de enseñar

Luz Verónica Gallegos Cantú[1]

 


La reflexión en torno a la enseñanza es parte fundamental de mi labor docente. Seguramente, esas cavilaciones tienen que ver con mi formación como pedagoga. La docencia nunca ha respondido a la puesta en acción de un plan en mi vida; mis primeras experiencias estuvieron ligadas con la necesidad económica: enseñar lo que sabía y que otras personas deseaban aprender, era redituable, así que a los 15 años empecé a dar clases (de guitarra).

No viene a mi mente otra causa más que la económica, para llevar a cabo el ejercicio de la docencia. Otro asunto es el de practicar la enseñanza que, cuando se realiza intencionalmente, puede o no estar vinculada con la mercantilización de la educación. Es importante hacer esta aclaración para evitar juicios dirigidos a señalar el deber ser docente, y disfrutar la capacidad de crear un texto cuya intención es justamente enseñar, mostrar lo que en este momento pienso con relación al acto de enseñar.

Mi propósito es desarrollar dos ideas fundamentales con relación al acto de enseñar: que el acto es, inicialmente, una posibilidad, la cual es ejercida, y que el acto es un efecto, el resultado del hacer. Esto es relevante porque discurrir sobre el acto de enseñar implica pensar en que, quien lo concreta, es una persona creadora que, en su ejecución, vuelve concreto lo que unos instantes previos a su acción era aún inmaterial; su voz, cuerpo, mirada y cada uno de sus movimientos, se definen en un sentido: el de mostrar aquello que había sido parte de sí a través de un acto individual, el aprendizaje.

Enseñar contiene, en gran medida, la capacidad de dar, de darse.

Mientras que aprender es una acción completamente individual que tiene lugar a partir de los sentidos y el pensamiento, enseñar requiere de la presencia de el otro, a quien se le mostrará aquello que se sabe y que se es. Insistiré en esto último porque, al exponer lo que sabemos, nos exponemos.

El término enseñar tiene su origen en el latín insignare: in (en) y signare (señalar hacia), lo que indica que enseñar, por tanto, se refiere a la orientación del camino a seguir. ¿Qué es lo que señalamos? ¿A quién(es)? ¿Para qué? Para responder a estas preguntas, y desarrollar las ideas planteadas inicialmente, retomaré mi acercamiento con la propuesta didáctica de Hans Aebli, teórico constructivista a quien admiro y constantemente nombro cuando de este tipo de reflexiones se trata.

Conocí a Hans Aebli a través de una profesora universitaria[2]. No recuerdo el tema que tratábamos en esa ocasión en el aula, ni por qué lo trajo a colación, pero lo que la docente expresó me cautivó y, después de la clase, fui a buscar el libro a la biblioteca de la Facultad. En esa ocasión sólo leí la introducción porque supe que era necesario tener ese libro como de cabecera, y pensé que sería bueno tenerlo en casa. Así fue. Hoy mismo estoy escribiendo sobre él. Remarco el gerundio porque la acción de conocerlo se ha extendido en el tiempo.

Hagamos un alto. Observemos los cinco momentos en esa crónica: la profesora hizo la referencia, la escuché, busqué el libro, lo leí y decidí ir a buscarlo a una librería para comprarlo. Ella, la profesora, llevó a cabo una acción y seguramente no imaginó la cadena de acciones que una estudiante llevaría a cabo tras su movimiento didáctico. Las interacciones en el espacio áulico son como el oleaje del mar: una lleva a otra. He ahí la relevancia de repensar el acto de enseñar.

Con la finalidad de orientar al grupo en el conocimiento de… algo (no recuerdo qué), la docente aludida trajo de su bagaje de saberes el entendimiento de un autor leído, Hans Aebli. Ella podía hacerlo, estaba en sus capacidades, lo conocía. ¿Cómo podría nombrarlo de no ser así? Enseñar, pues, requiere de la potencia: lo que está ahí, y que en algún momento emerge a partir de la intención. Con los recursos que tuvo a la mano en ese momento, fue capaz de crear un flujo cuyo vigor ha sido multiplicado a través de mis propias acciones como enseñante, y llega a este momento y se multiplica exponencialmente por la lectura de quienes tienen contacto con esta publicación.

Es así que llegamos a la segunda idea: el acto de enseñar es un resultado de hacer. Hacer, en primera instancia, requiere de la disposición para ello. Aunque la profesora tuviera el conocimiento de Hans Aebli, de no haber tenido la disposición de compartirlo, ninguna ola habría tenido lugar; ahora mismo este escrito no existiría. Ella lo refirió y, al hacerlo, provocó algo, un efecto en al menos una estudiante del grupo. El efecto fue el interés. Referir fue la acción nuclear del acto de enseñanza llevado a cabo, y lo demás ya lo he comentado.

¿Cómo he sido capaz de hacer esta reflexión? Para responder a esta pregunta, ahora sí, aludo a la teoría de Aebli, que considera la contemplación como una forma básica de enseñar. Contemplar es mirar detenidamente, con la intención de describir o analizar, y requiere toda nuestra atención; la intención es pasar de la vista a la observación, a través de la cual será posible aprender.

Lo que he hecho en los párrafos anteriores es traer una experiencia de aprendizaje (que tuvo lugar a partir de un acto de enseñanza como detonante) y convertirla en una exposición textual que, a su vez, es posible que enseñe algo a alguien. Con esto, puedo responder que aquello que señalamos cuando enseñamos es lo que consideramos relevante de entre nuestro propio bagaje de conocimientos, a quienes tengan la disposición de escuchar, para compartir lo que somos y hacemos.

Enseñar es una actividad, y eso es con lo que deseo concluir: el acto de enseñar incluye la potencia y el resultado, que tiene efectos en el otro, sí, puesto que es un acto que requiere su presencia, pero que a su vez incrementa el poder y resuelve en la propia experiencia de quien la lleva a cabo. Es decir, mientras enseñamos, aprendemos.

Como teórico constructivista que es, Hans Aebli describe que una actividad es una acción constructiva que produce un resultado, una nueva situación, que por una parte es exterior y concreta, y que existe, por otra parte, en la mente de quien actúa (que se ha decidido a actuar) y que, al final, toma mentalmente posesión del resultado[3].

Aplicando esa propuesta a nuestro tema, puedo decir que enseñar es parte del proceso de aprender cuando se tiene la intención de compartir el conocimiento con otras personas. Fundamentalmente, cuando nos dedicamos a la docencia, lo que enseñamos es la capacidad de aprender.



[1] Caminante y madre. Pedagoga con doctorado en Trabajo Social y Políticas comparadas de Bienestar Social. Profesora de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Nuevo León.

[2] Nombrar es un acto de reconocimiento, así que aquí comparto su nombre: me refiero a la Profesora Carolina Acevedo Cantero.

[3] Aebli, Hans (2002). Doce formas básicas de enseñar, Madrid: Narcea.

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1. El cuento de Chachalaca

2. Una guía para reflexionar las enseñanzas de Chachalaca.

3. El acto de enseñar.


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