Reminiscencias. Por Tadeo de León.


Una gota de agua golpeaba en la ventana… otra gota de agua golpeaba en la ventana… una gota más, diez más, cien más… había comenzado a llover.

 El olor a café inundaba la sala y Don Matías estaba sentado en su sillón verde olivo. Su cabello había perdido color, también su crecido bigote que acariciaba de vez en cuando. Daba sorbos a su taza de café, sorbos que contenían un sabor más sabroso que la cafeína, un sabor inolvidable, un sabor añejamente delicioso: el sabor al recuerdo. Tranquilo bebía, recordaba y miraba a la calle por la ventana.

 A pesar del día gris, las gotas de lluvia se divertían cuál niñas resbalando por la suavidad de la transparente ventana.

 Don Matías miraba el teñido cielo de un color triste, los árboles parecían bailar, la corriente de agua se movía con prisa por la orilla del pavimento, como nosotros cuando dejamos de ser niños, que vamos de aquí para allá y de allá para acá, siempre con prisa de un lado a otro, cayendo en la rutina y olvidándonos de seguir soñando, de jugar, de vivir. Y entonces hubo una cosa que llamó su atención: aquel pequeño rincón en el pavimento de enfrente donde se juntaban un millón de gotas de agua. Un charco.

 Ese charco lo transportó muchos años atrás, cuando las mamás se sentaban en las mecedoras a platicar y disfrutar el aire fresco del sereno, cuando salía a la calle a jugar a la pelota, hasta altas horas de la noche. Parecía que aún podía escuchar la voz de su madre gritando desde la puerta de su casa:

- ¡Mati, ya méteme a la casa que ya casi es de medianoche, te va a dar el sereno! - Don Matías, se iba directo a la cama.

Las vecinas gritaban también a tus hijos:

- ¡Mary!

- ¡Chelito!

- ¡Pepe!

Y todos se iban a dormir.

 Pero el charco, atraía viejas imágenes de la infancia a la memoria de Don Matías. Se veía de pronto saltando descalzo en el charco, riendo a carcajadas junto a Mary, Chelito y Pepe. Veía también a su madre saliendo por la puerta de su casa cubriéndose la cabeza con una toalla para evitar mojarse con la lluvia.

- ¡Matías! Te van a dar anginas – y él no paraba de saltar y de reír a carcajadas.

 Soltó una pequeña sonrisa y dio un trago al café. Estaba ya cansado y sus recuerdos ya eran reminiscencias.

 Cerca, pero no tan cerca de la casa de Don Matías, a donde la lluvia no había llegado aún, había una casa de tejado azul celeste y paredes blancas. Las ventanas estaban decoradas con macetas de flores de todos los colores y al frente un pequeño jardín con una cerca que parecía hecha de caramelos de madera. Por sus colores, a cualquiera que veía la casa, se le antojaba un pastel de vainilla. Se abrió entonces la puerta y salió de la casa una viejita regordeta cargando una regadera plateada y brillante, muy dispuesta a darle un bañito a sus macetas.

 Terminó y se sentó en una mecedora que le había pertenecido a su madre, un poco oxidada por el tiempo, pero la pintura blanca sabia ocultarlo muy bien. Miro al cielo azul y empezó el esponjoso desfile. Primero apareció una nube con forma de corazón, le sigo un sombrero de paja, luego venía Pegaso y venían muchas nubes más disfrazadas de lo más inimaginable. Mary sonrió dejando escapar una leve carcajada mientras se mecía. Y vio a dos niñas acostadas en el jardín.

- Mira Mary ¿Ya viste esa? Parece un barco – le decía Chelito.

- Y mira esa otra, parece un hombre en un caballo – le replicaba Mary.

- Esa parece un hombre panzón – soltaban unas carcajadas.

 Mary y Chelito estaban recostadas en el césped con los brazos cruzados debajo de la cabeza y miraban el desfile de las nubes emocionadas, con la ilusión de ver una nube que se disfrazara de ellas.

- Oye Mary, ¿Tú crees que las nubes sean de algodón? – Chelito rompió el silencio.

- Yo pienso que sí. Y si lo son me moriría de ganas por tener una de almohada – respondió Mary.

- Yo creo que no la podrías tener, si son de algodón, han de ser muy frágiles.

- Las nubes no son frágiles. Cargan montones de agua pesada y aun así vuelan kilómetros y kilómetros.

 Mary despertó entonces de su ilusión. Ella y Chelito, no estaban en el jardín. Ella estaba sentada en su mecedora viendo desfilar las nubes que le habían provocado recordar aquel día cuando eran niñas y curiosas.

- Pero que parecidas son las nubes a los humanos – se dijo a sí misma en su mecedora – a veces están muy cargadas y aun así siguen andando.

Cerca, pero no tan cerca de Mary, está la casa de Chelito.

 Chelito de tan pequeño tamaño corría jugueteando entre los árboles mientras escuchaba que contaban – uno… dos… tres… – apresurada buscaba donde esconderse – nueve… diez… ¡Listos o no, Allá, voy! – Mary había terminado de contar. Con pasos lentos y silenciosos los buscaba a uno por uno. Chelito, se escondía entre las ramas cuando sintió un piquete en la pierna… Chelito se había quedado dormida en su cómodo sillón y se había picado la pierna con una aguja de tejer. Soñaba que era niña otra vez y que jugaba a las escondidas con Mary, Matías y Pepe, un juego que se ha ido olvidando, como muchos otros. Se acomodó las gafas que traía amarradas al cuello con una cadena de plata.

 A Chelito, como a su madre, le gustaba mucho tejer que hasta había tejido los suéteres de sus nietos. También le gustaba mucho cocinar postres y en el horno tenía panecillos de chocolate como los que le gustaba hacer cuando jugaba con Mary.

- Disculpe, señora, ¿tiene pasteles? – preguntaba Pepe.

- Claro, señor, tengo de chocolate – contestaba Chelito.

- Me llevo uno.

- Y yo otro, por favor – agregaba Matías.

- Aquí tienen sus pasteles señores – se los entregaba Mary.

- Gracias – contestaban ambos.

- Pero solo una cosa, señores: los pasteles no se comen – les advertía Mary.

- ¿Por qué? – preguntaba Pepe.

- Pues porque son de lodo – le contestaba Mary y se reía junto con Chelito.

 Chelito también se reía enredando los estambres y preparándose para ponerse de pie, recordando que tenía los panecillos de chocolate en el horno. No había merienda en donde faltara un panecillo de chocolate, se comía uno diario.

 Cerca, pero no tan cerca del olor a panecillos de chocolate, estaba el hospital, en donde estaba recostado en una cama Don José, Pepe de niño. Junto a él estaba su hijo, su nuera, su nieto y su esposa.

- Aún me acuerdo cuando de niño jugábamos a las escondidas – le contaba Don José, a su nieto – o cuando jugábamos a policías y ladrones, algunas veces nos mojábamos en la lluvia y saltábamos en los charcos de agua. Un día nos regañaron porque Matías y yo nos habíamos comido los pasteles de chocolate que eran de lodo. Esos, Julián, son juegos que tú no conoces y que me gustaría que jugaras. Son muy bonitos y una vez que empiezas a jugar ya no quieres parar. El mejor era jugar a “la roña”.

 Todos esos juegos que Pepe, Chelito, Mary y Matías jugaban, ya no se juegan ahora. Se ha ido perdiendo la emoción de correr porque vas a ser atrapado, la pegajosidad del lodo en las manos, los momentos pacíficos cuando buscábamos formas en las nubes, las faltas de aire por correr de más, las rodillas raspadas, aquellas ganas de ir al baño cuando te escondías y te iban a encontrar en el juego de las escondidas, cuando te tocaba ser ganso y tenías que ganarle al pato en una redonda carrera. Se han perdido las ganas de ser atrapado en un juego como si tu vida dependiera de ello.

 Don José por fin suspiró. Fue el primero en convertirse en estrella. Chelito le siguió después de haberse merendado casi doscientos panecillos de chocolate. Seguro se fue a compartir sus panecillos con Don José. Matías bebía café hasta que la taza cayó un día al suelo y se quebró, no se dio cuenta, pues se había quedado dormido después de haber probado ese añejo y delicioso sabor a recuerdo. Mary siguió tejiendo hasta que se agotó el estambre de la faz de la tierra y entonces no tenía nada que hacer. Así que un día se sentó en su cómodo sillón y como no tenía con que tejer se quedó dormida soñando que era niña otra vez y no hubo piquete de aguja que la volviera a despertar.

 Pepe, Chelito, Matías y Mary se volvieron a encontrar en un jardín lleno de flores, donde volvieron a ser niños y jugar por siempre. Se tomaron las manos haciendo un círculo y comenzaron a cantar:

- Doña Blanca, está cubierta de pilares de oro y plata, romperemos un pilar para ver a Doña Blanca…

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1 Comentarios

  1. Me encantan tus cuentos, y más mi imaginación al 100, viviendo estos hermosos momentos, gracias

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