Medicina para la soledad. Por Tadeo de León.

Cierro los ojos e inhalo. La realidad se desvanece y aparece la utopía de un mundo inexistente, pero vivo en mi espíritu.  Mi cuerpo vacío se rellena poco a poco con el aire que entra. Un aire de un color desconocido que incita a la soledad a salir de mis entrañas y descubrir la compañía. El aire entra y sana los rasguños provocados por las autoflagelaciones de la soledad, que tan cómodamente habita en mí. El aire venda mis heridas con fotografías que son enviadas en cuestión de segundos a la imaginación, la parte favorita de cuerpo. Estas imágenes son las que sacian mi sed de compañía y comprensión. Con el aire se ha ido la soledad y me ha dejado una extraña sensación de calma. Abro los ojos y mi consciente me traiciona. La calma se desvanece poco a poco mientras dirijo la mirada a mi alrededor, cayendo en cuenta que la realidad que se había desvanecido está tomando forma de nuevo para dejarse caer sobre mí. Tan pesada como la cruz de cristo.

Un día más hablando con quien jamás me traicionaría, mi amiga fiel e inseparable. Un día más hablando conmigo misma, la que habita en la imaginación, un colorido lugar de olores placenteros y fotografías imposibles. No tiene nada de extraño que uno hable consigo mismo. Creo que es un hábito que se va formando en aquellas personas que por sus diferentes ideas no empatan con la sociedad actual de la época. Me siento única porque nadie piensa como yo.  

-          ¡Buenas tardes señorita!

-          Hola, mamá. Perdón, no estaba consciente que había llegado.

Estaba tan sumida en mis pensamientos que no noté el momento en el cual entré a mi casa. Cada día me sorprende el subconsciente que reproduce mis acciones rutinarias de manera automática somo si fuera un robot. Hacia un calor tremendo y había venido caminando de la escuela hacia la casa, así que estaba tomando un vaso de agua cuando mi mamá me trajo de vuelta a la realidad. Aún tenía la mochila colgada de un brazo así que la dejo en el sillón, saco una novela que solicité por la mañana en la biblioteca y me dirijo hacia las escaleras. Había saciado mi sed orgánica, ahora era momento de saciar mi sed espiritual y ver a qué lugar me llevaría la siguiente estación del tren de la lectura.

-          ¿Otro libro? Estoy a nada de abrir un bazar con todo tu librerío que tienes por toda la casa.

-          Lo pedí prestado en la biblioteca. Lo devuelvo en unos días.

Y subo las escaleras.  No tenía ganas de discutir lo mismo. Prefería estar en mi habitación con la compañía de las muchas personas que cobrarían vida en cuanto empezara a leer. Y sí, es cierto, mi casa está llena de libros que yo misma he llevado y que a nadie más seducen. Tenía tantas ganas de sacar las palabras acumuladas en mi interior, como si la última frase dicha por mi mamá provocara el derrame de un vaso lleno de ofensas hacia mi persona. Pero los reproches no pudieron salir a pasear está vez, porque sabían que si salían entraría la culpa y los dejaría afuera de mi cuerpo para siempre. Ella siempre en su mundo de manicura y pedicura. Justo en ese momento se estaba poniendo barniz en las uñas de los pies. Desde que mi papa nos abandonó, ella insistía en que una mujer no es bella sin maquillaje y que si yo no me maquillaba jamás conocería el matrimonio. ¡Cómo si esas cosas me interesaran! O bueno, a menos que sea un escritor que pueda pintar con palabras, imágenes de un mundo distinto al que vivo.

Fue todo lo que conversé con mi mamá esa noche. En la cena preferí no hablar para no darle más disgustos con mis opiniones. Nuestras conversaciones cada vez son más cortas. Pareciera que las palabras estuvieran guardadas en un recipiente de uso continuo y estuvieran a nada de terminarse. Por la madrugada me quedé mirando al techo por un largo rato. Pensando en… no sé. Ni siquiera recuerdo en qué pensaba.

Al día siguiente vuelvo a la escuela. Hago mis ejercicios de respiración antes de cruzar el portón que me lleva al patio de la institución. Imagino que es la entrada de una cueva oscura que está repleta de insectos extraños que me atacaran en cualquier momento por no ser como ellos… no, borremos eso. Es un lugar muy horrible para querer estar ahí. Mejor… la entrada al mismísimo Edén. Pero claro, suena el timbre de entrada y mi ilusión se desdibuja.  

Entro al aula en donde me toca tomar la primera clase del día. Antes de acomodarme en un lugar veo a mis amigos, pero que realmente no lo son, pues un amigo está contigo en los buenos o malos momentos y estás personas solo me acompañan durante las clases o almuerzos. Jamás me han invitado a cenar o a ir al cine, para ellos todo son fiestas con exceso de alcohol y una que otra droga. En cambio, yo no tengo ningún vicio, por lo tanto, me excluyen de la mayoría de sus salidas. Me di cuenta de sus miradas hacia mí y susurraban cosas, que si no me equivoco serían acerca de mí. Uno de los chicos se acerca.

-          Hola – me dice de una manera muy educada – hoy es el cumpleaños de Leo, el chico que…

-          Si, se quién es Leo. – espero haber sonado de buena manera.

-          Por la noche tendremos una “celebración”, ya sabes, lo normal. Lo de siempre.

-          Muchas gracias, pero tengo tarea pendiente para entregar el próximo lunes.

-          Está bien, de todas maneras, si cambias de opinión ahí te esperamos.

Solo asentí. Definitivamente no iría. La única vez que fui con ellos a una “celebración”, se terminaron burlando de mí. Ese día fui en jeans, mientras que casi todas las chicas llevaron lo menos posible de ropa. Yo estaba con una de las chicas que me acompañan en el almuerzo hasta que se levantó y se fue con un chico tatuado al segundo piso de la casa. No hace falta saber que hicieron, creo que las intenciones de estar a solas dicen mucho de qué hablar. Unas chicas se acercaron y una de ellas me quemó por accidente con su cigarro, al mover rápido el brazo por lo caliente del cigarro, me vacié el refresco encima. Y comenzaron a gritar “mucha ropa, mucha ropa”, porque estaba quitándome el chaquetín que había mojado. A mí me ofendió esto, así que no les dirigí la palabra por el resto del ciclo escolar.

Al salir de la escuela, llegue directo a mi cama y me tumbe en ella bocarriba, miraba el techo. Dejé volar mi pensamiento. Solo escucho los ruidos del exterior, entre ellos aves, vecinos que van llegando a su casa, música en algún lado y supongo que de ahí me llega el olor de una carne asada. Y escucho risas, muchas risas, que dan como resultado la imagen de gente que es feliz y me pregunto si yo soy feliz. Solo en mis pensamientos soy feliz, en el mundo que me invento cada vez que estoy sola, es decir, la mayoría del tiempo. Imagino realidades que no son ciertas y en ocasiones he llegado a pensar que mis recuerdos tal vez hayan sido ilusiones mías. Y que no soy nadie y que soy nada. Por primera vez, me empiezo a sentir completamente sola. Recuerdo navidad con mi papá y son los únicos recuerdos que me hacen sentir de nuevo la felicidad. Las idas a la plaza, al super o solo cuando lo veía cruzar la entrada de la casa y que venía de un día de arduo trabajo. La soledad es más que un vacío. Debería considerarse una enfermedad terminal. Es como si estuvieras muerto en vida y vieras como está se desarrolla frente a tus ojos, como si no estuvieras y, sin embargo, estás. Debería de haber una cura para esto, alguna medicina que se venda en la farmacia. Quizá cápsulas de compañía o jarabe para llenar el vacío interior. Si es así, me tomaría más de una dosis esta vez.

Las lágrimas corren por mi mejilla. Hace mucho que no lloraba. Desde aquel día en que mis padres discutieron y lo vi salir de la casa con unas mochilas llenas de las primeras cosas que pudo tomar. Olvidó la fotografía que nos habíamos tomado una vez en la feria, solo yo y él. Con un marco hecho por mis manos para el regalo del día del padre. Él amaba esa fotografía al igual que yo y la olvidó. Jamás pasó a recogerla. Una semana después mi mamá quemó el resto de sus cosas en el patio de la casa y la fotografía la pude esconder debajo del colchón de mi cama, donde aún sigue. Las lágrimas no dejaban de rodar por mis mejillas mientras recordaba. Los padres no se dan cuenta del daño que nos causan con sus discusiones, nos hacen a un lado. Piensan primero en salvarse a sí mismos.

Cierro los ojos un segundo y viene a mi memoria la imagen de una gran plaza llena de árboles altos y el trinar de los pájaros. Los abrí de inmediato. No podía perderme de nuevo en un vuelo que entre más alto llega, más dolerá la caída. Aunque era el único lugar donde era feliz. Cuando cerraba los ojos, cuando duermo, cuando sueño. Como lo decía Hamlet: ¿dormir o soñar?

Soñar... de pronto recuerdo que sí existe una medicina para la soledad, al menos para mí. Una que me llevara a vivir como yo quiero y de la manera en que me gusta hacerlo. En mis sueños.

En el cuarto de mamá, sobre el buró, está un frasquito de pastillas para dormir. Tal vez no me darán compañía o llenarían mi vacío, pero podre soñar por un buen tiempo. Me dirigí y tomé el frasco. Comencé con una y perdí la cuenta después de cinco. Me recosté de nuevo en la cama y cerré los ojos. Era extraño, pero me sentía completa y feliz. Por fin lo había logrado. Estaba lista para empezar la última, la única y la mejor aventura de toda mi vida. Inhalé, exhalé y eché a volar mi imaginación.


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