Libro abierto: Xoloitzcuintle. Por Tadeo de León.


   Aquella primera noche en que lo vieron, el pequeño poblado se preparaba para cenar y dejaban las puertas abiertas para dejar entrar el fresco de la noche. No iba de prisa ni tampoco con lentitud. Su caminar era parecido al ligero trotar de un caballo. Miraba fijamente hacia el frente, a un punto fijo, pareciendo que no iba a ningún lugar. Así recorrió cada una de las calles y cada uno en sus casas, lo vio.

   Llegada la medianoche, las puertas se cerraron y los focos de las calles se encendieron. Esa misma noche en que lo vieron, se detuvo debajo del foco de la puerta de una casa llena de macetas, se sentó y parecía que esperaba mientras vigilaba. Los vecinos podrían verlo abriendo unas rendijas en las cortinas de sus ventanas.

   Pasaba poco más de la medianoche y una mujer anciana salió de la casa de las macetas, colocándose un buen reboso y con una bolsa de red en la mano. Cerró la puerta con llave y lo vio. Cruzaron sus miradas y él tenía unos ojos brillantes, era delgado, de piel oscura y no tenía pelo.

- ¡Pero que lindo perrito! – le dijo la mujer mientras le acariciaba la cabeza. El perro sacaba la lengua y parecía que le sonreía - ¿Nos vamos? – el perro se puso de pie. Y ambos caminaron, uno junto al otro, hasta perderse de vista.

  Por otros rumbos, pero no muy lejos, había un hombre de harapos sentado en una banca de un parque. Había quienes lo llamaban loco, quienes se tapaban la nariz al pasar junto a él, quienes le sacaban la vuelta, quienes decían “muévete a mi otro lado hijo, te puede hacer daño”, pero no había quien le diera un pedazo de pan.

  Una tarde, el mismo perro se paseaba por el parque y se acercó al vagabundo que estaba sentado en una banca. El hombre le acarició la cabeza y parecía que le respondía con una sonrisa.

   De la mano de su padre, iba un niño comiendo una pieza de pan, pasaron junto al viejo que acariciaba al perro y algo se removió dentro del jovencito. Se soltó de su padre y dividió el pan en dos partes, le dio una mitad al viejo y al tomarla, dividió la mitad en dos partes y le dio una al perro. Le dijo al niño con una sonrisa:

- Al que comparte, le toca la mayor parte -.

   El niño le devolvió la sonrisa y regresó con su padre.

   Pasaron los días y el viejo enfermó. Una noche paseaban de nuevo, el niño y su padre. El niño traía una bolsa con varias piezas de pan. Llegaron a la banca donde se sentaba el viejo y parecía que dormía en la banca. El perro estaba junto a él.

- ¿Señor? … ¿Señor?...

   El papá se acercó al hombre y se dio cuenta de que ya no respiraba. Se puso de cuclillas a la altura del niño y lo miró con seriedad.

- Este hombre, tú, yo o cualquiera de las personas que te encuentres en la vida, estamos de visita aquí en el mundo. Algún día volveremos a nuestra casa a descansar de este viaje. Este hombre, ya se ha regresado a casa y lo acompañará su perro, hasta el final de este otro largo viaje de regreso, que él ya empezó.

  El niño miró al viejo y le dejó la bolsa de pan a un lado.

- Para el camino -. Le dijo el niño y se fue con su padre de regreso a casa.

  El alma del viejo estaba observándolos, de pie, junto al perro. Entonces, el alma del viejo y el perro, emprendieron el viaje.

  Pasaron los años, el niño se convirtió en hombre, y su padre envejeció.

  Una noche, entró a ver a su padre, que  estaba enfermo desde hace semanas y no se levantaba de la cama. Para su sorpresa, esta vez, lo encontró sentado en la orilla de la cama, con las pantuflas puestas.

- Acaba de visitarme un perro. Un perro muy bonito – su padre, sonreía – era negro, sin pelo, sus ojos brillaban y estaba contento. Sacaba la lengua y parecía que me sonreía.

  El hijo entendió entonces. En silencio, se sentó junto a él, lo abrazó y lo recargó sobre su hombro. Entró el perro a la habitación, y el padre cerró los ojos. Ahí, en silencio, las lágrimas resbalaban por las mejillas del hijo. Su padre, se había ido como el vagabundo, había regresado a casa, cansado del viaje de la vida.






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