Petricor, un cuento de Tadeo de León.

   

¡Plic!... ¡Plic!... ¡Plic!... 

Las últimas gotas de lluvia caían en el techo de lámina del tejaban.  Su mirada ausente y fija en un horizonte perdido. El cabello caoba enmarañado y sin la forma de la coleta que se había hecho horas antes. El rostro inexpresivo e inerte. Recuperando poco a poco el aliento. Su cuerpo petrificado y sus manos apretando con fuerza la roca llena de sangre. Ella de rodillas y entre sus piernas yacía el cuerpo de un hombre. 

-               Pe-tri-cor… petri-icor… petricor… - dijo inhalando y disfrutando del olor a tierra mojada que envolvía el ambiente. Estuvo hablando sola, ahí, encima del cuerpo, mientras la lluvia cesaba despacio. Después calló.

     Mientras la lluvia arreciaba, Aurelia, golpeo con fuerza una, otra, y otra vez en la cabeza de Lorenzo hasta dejarlo sin vida. El rencor que tenía acumulado había encontrado esa salida. Ni siquiera ella había llegado a pensar que llegaría a esos extremos. Pero cuando lo pensaba, se dio cuenta de que en la situación en la que estaba, no tenía otra salida más que purificarlo.

     Después de la golpiza que le propinó Lorenzo, Aurelia terminó tirada en el suelo y desde ahí tomó la piedra, con la que detenían la puerta del tejaban para que los vientos no la cerraran de golpe. Lorenzo había hecho una pausa para tomarle a la botella de vino, descansando de las buenas bofetadas que le había dado a ella. Resultado de la discusión al enterarse del hijo que esperaba Mimí.

     Para llegar al momento en que la agarró a bofetadas, primero la tomó de los cabellos levantando de la silla en donde estuvo sentada - aquí la coleta perdió su forma - la arrinconó recargándola contra la estufa y Aurelia, como defensa propia, le golpeó con la cafetera ya fría, en la cabeza. Lorenzo, tambaleante, la correteo por alrededor de la mesa que terminó aventando contra la pared para acorralarla. Ella, entre una pared y la mesa, no le quedó otra opción más, que ceder a las bófetas que siguieron, mientras él le gritaba:

- ¡Porque eres una mujer imbécil, que lo único que sabe es estar encerrada en la casa! ¡Porque quien trae el pan, soy yo y por lo tanto puedo hacer lo que se me venga en gana!  

     Mimí, quien esperaba el hijo de Lorenzo, era una mujer delgada y de finos modos, aunque no viniera de una familia adinerada. Siempre entaconada, vestida de traje con moño al cuello y minifaldas de variados colores. Un poco diferente a Aurelia, quien sí venía de una familia adinerada, pero que le habían dado la espalda en el momento en que los abandonó, como ellos dicen, para irse a vivir con un hombre sin futuro. Ahora usaba vestido de segunda mano. 

- ¿Y este moño? – Blanco con puntos azules. Lorenzo lo vio en la mesa y enseguida lo había reconocido.

-    Vino Mimí - respondió Aurelia.

Solo se escucha el tic-tac de un reloj que colgaba en la pared.

- ¡Muchas felicidades! Vas a ser padre otra vez – Aurelia le sonrió hipócritamente y empezó la discusión.

     Mimí se retiró pocos minutos antes de que Lorenzo llegara alcoholizado, apenas comenzaban los truenos a sonar y las primeras gotas de lluvia a caer. Tenía esperándolo varias horas y por aquellos lugares, que una mujer entaconada y en minifalda caminara sola a altas horas de la noche, añadiendo la lluvia que se avecinaba, ya era peligroso. Con las prisas olvido el moño sobre la mesa, que se quitó del cuello para no mancharlo con el café que Aurelia le había invitado y para sentirse más en confianza, al darse cuenta de quien era la mujer con la que estaba compartiendo la mesa y se había hecho una coleta bien elaborada para la ocasión.

      Aurelia llevó a sus hijos a casa de Toñita, su amiga de la vida. Ahí estarían a salvo mientras se llevará a cabo el plan de Aurelia, que al final, terminó de una manera inesperada. 

-  Le voy a escribir una carta a esa mujer, falsificando la letra de Lorenzo. La citaré aquí en mi casa para saber todo detalladamente. Y quiero ver la reacción de Lorenzo en cuanto la vea tomando café conmigo.  ¿Cómo crees que resultara esto, Toñita?

-   Solo Dios lo sabe, amiga.

-   Mi padre decía que ni siquiera Dios conoce el futuro. Qué son nuestros actos los autores y dueños del destino. El pecado, ese sí que lo conoce Dios. Y Lorenzo, bien que lo ha hecho. 

     El día de la cita sorpresa que preparó Aurelia, Lorenzo no llegó a tiempo, pues al terminar su turno de la fábrica donde trabajaba, se fue con sus compañeros a una cantina.

     A Aurelia le cansaron las heridas internas que le había causado Lorenzo. Comenzó llegando tarde para la cena hasta el momento en el que había noches en las que ya no llegaba a dormir; después vinieron las acciones distantes durante varios días; pasando a pequeñas cartitas encontradas en los bolsillos de los pantalones que iban dirigidas de Mimí a Lorenzo; para terminar al momento en que Aurelia decidió seguirlo después que saliera de la fábrica y verlo entrar en taquerías, cines y moteles, acompañado de la que debería ser Mimí.

     Al principio solo fueron habladurías, chismes de la gente. Incluso, Toñita lo vio salir del cine y Aurelia no le creyó. Ojos que no ven, corazón que no siente. Así dice el dicho. De todos modos, paso de la ficción a la realidad.

     La vida de Aurelia y Lorenzo, desde el momento en que vivieron bajo el mismo techo, había sido todo felicidad. Aurelia madrugaba para hacerle el desayuno todas las mañanas, le prepara sus tacos de harina que Lorenzo llevaría a la fábrica para la hora del almuerzo, lo esperaba con la cena lista todas las noches y el agua caliente para que se diera un baño. Como aún no tenían los recursos suficientes, calentaban el agua en la estufa y llenaban una tina, para bañarse a jicarazos. Después vinieron los hijos, dos lindos hombrecitos, que Lorenzo no recordó que tenía cuando encargó el tercero a Mimí. Acto que Aurelia veía como un pecado que manchaba el alma  y necesitaba ser purificado.

      El padre de Aurelia, que se había opuesto tanto a su enamoramiento con Lorenzo, por los ideales de la familia, lo mandó golpear con sus dos hijos mayores y está fue la gota que derramo el vaso. La violencia que vivió en casa llegó demasiado lejos y la llevo a tomar una decisión que le daría a su vida un giro de trescientos sesenta grados. Se fue de la casa de sus padres sin previo aviso y pasó de tenerlo todo a no tener nada.

      La familia de Aurelia tenía costumbres muy apegadas a la religión. Toda esta obsesión por la santidad venía de tiempo atrás, de la familia de su padre. Su madre quedó completamente alucinada y enamorada por ese hombre. Veían la vida como un cúmulo de banalidades que atraían el pecado la mayor parte del tiempo.  Para vivir en su casa, tenían que alcanzar un estado de gracia casi imposible y no cualquiera podía entrar a ese lugar que ellos mismo hacían llamar santo. Eran muy selectivos para compartir sus vidas con otras personas. Sin embargo, había dos maneras de que los pecadores pudieran entrar o permanecer en su familia y en su santo hogar. Una, era la expiación por medio de la sangre, como lo hizo Jesús; la otra, era la purificación con el agua de la lluvia que limpiaba los pecados del mundo, como en el diluvio de Noé. De estas ideas, nació El Petricor, un ritual de la familia. En cada día lluvioso, saldrían a la azotea y su padre les daría de golpes en la espalda hasta hacerles sangrar. Cuando se detuviera la lluvia y se desprendiera el olor a tierra mojada, o mejor dicho, el petricor, sería señal de purificación.

     Había llovido y Aurelia, siendo apenas una niña le habían dado de golpes, por tomar dinero que no era suyo. Fue la primera vez que entendió que era el petricor.

     Aurelia contaba las gotas de lluvia que golpeaban en su ventana. Sobre la orilla de la ventana recargaba su brazo, sobre su brazo recargaba su cabeza pequeña y con su cabeza apoyada en el cristal, miraba hacia la calle desde el segundo piso de su casa. Con la espalda descubierta y las heridas ardientes. 

-   Uno… dos… tres…

     Vio a Lorenzo por primera vez, que estaba entrando en la casa de enfrente y se limpiaba el lodo de los zapatos sobre el poco zacate que había fuera de aquel pequeño lugar humilde, que para él era su hogar. En aquellos días, eran apenas unos niños.

     Golpeaban las últimas gotas de lluvia en la ventana.

     Plic… plic… plic…


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