Síntesis de unos días lluviosos. Por Tadeo de León



Abrí los ojos y los sentía hinchados, miré a mi alrededor y el pequeño cuadro con nuestra fotografía que habíamos puesto sobre el buró, ahora estaba sobre mi cama. Caí en cuenta de que no estabas y empecé a llorar de nuevo. Ya hacía más de cien días que te habías ido. Me senté unos segundos y después me alisté para ir a trabajar y continuar con el día a día. Tomé un baño, cepillé mis dientes y me vestí. Salí a la calle para tomar el metro y mientras caminaba ahí estaba el señor de las flores, que me recordaban aquel día en que te regalé la primera. “Llévese tres rosas rojas al precio de una”, me dijo el señor y se me hizo un nudo en la garganta, solo le di las gracias y seguí rumbo al metro. Mientras llegaba me di cuenta de que las lágrimas me empaparon las mejillas. Llegué al trabajo, corrí mi turno como cualquier otro día, regresé a casa y no tenía ganas de cocinar. Me di un baño, me acosté con la fotografía entre mis brazos y nuevamente volví a llorar hasta caer en sueños.

Abrí los ojos y otra vez los tenía hinchados. Estuve soñado que tomábamos la taza de café de cada mañana y las lágrimas salieron sin querer. Me levanté, tomé un baño, me cepillé los dientes, me vestí y salí de nuevo al metro. Volví a ver al señor de las flores, volvió a ofrecerme tres rosas rojas al precio de una, le di las gracias y las mejillas empapadas no hicieron falta. Me subí al metro y cuando me vi en el reflejo de la ventana, el asiento que siempre habías ocupado junto a mí, estaba vacío. Volví a llorar. Llegué al trabajo, terminé el turno y volví a casa. Pensé en tomar un baño y preparar la cena, pero solo hice lo primero, porque la casa parecía estar muy grande o sería que el grillo, mi única compañía, se había ido a dormir. Así que me fui a recostar en la cama con la fotografía en mis brazos y a llorar otra vez, hasta cerrar los ojos.

Desperté con los ojos hinchados, mirando al techo, pensando en ti y con un nudo en la garganta. Me levanté, tomé un baño, me cepillé los dientes, me vestí y salí. El señor de las flores esta vez me ofreció lirios y le volví a dar las gracias. No lloré, pero verlo era el leitmotiv que generaba el dolor en mi cotidiana película. En el metro sonó nuestra canción favorita. Y sí, volvió el nudo en la garganta y se desenredó antes de llegar al coro, desbordando las lágrimas que parecían nunca terminar. Llegué al trabajo, terminé el turno, volví a casa, recordé mi día, recordé la canción y volví a llorar hasta dormir.

Desperté con los ojos hinchados y con un fuerte antojo de café. Me levanté, me di un baño, me alisté y empecé a preparar el café. Tomé la taza, lo serví y al sentir su olor antes de darle el primer trago, te recordé y lloré. Lo vacié por la coladera sin probarlo y salí rumbo al metro. Tomé un abrigo porque hoy, no solo llueve dentro de mí, sino también fuera. Pensé que no estaría el señor de las flores, pero ahí estaba bajo el techo de la parada de autobús. ¡Es qué no se cansaba nunca! Después subí al metro, llegué al trabajo, volví a casa y caí en la cama con la fotografía, pensando en ti.

Volví a soñar que tomábamos café juntos. Vi tu foto en el suelo con el cristal estrellado, me dolió verla así e hice esfuerzo para no llorar y la puse sobre la cama. Me levanté, me alisté y preparé el café. Lo serví y di el primer trago. ¡La mejor de las medicinas! Olvidé todo por unos segundos y cuando caí en cuenta la taza estaba vacía. Salí rumbo al metro y no vi al señor de las flores. No me percaté si estaba o no. Me sentía bien. Terminé turno y llegué a casa a sentir el silencio y el vacío. Entré a la recámara, vi su foto estrellada aún en la cama y ahora sí me ganó el sentimiento. Dormí.

Desperté y nuevamente tomé café. Me reconfortó tanto que esta vez escogí las mejores ropas para ir al trabajo. “¡Buen día!” le dije al señor de las flores y me respondió con un “Buenos días, ¿Una hortensia?”, "No, gracias" respondí sonriendo y seguí rumbo al metro. Terminé el turno y después de llenar mi vaso de un esfuerzo de sonreír, ver la fotografía y su cristal roto, hizo que se desbordara. Dormí con la cara húmeda sobre su almohada.

Desperté con la motivación de llenar el vaso con sonrisas, sin dejar que llegara al tope. Hice yoga, me di un baño, me preparé café, me puse mis mejores ropas y salí rumbo al metro. Estaba el señor de las flores y no le compré hortensias, sino orquídeas, las cuales puse en el escritorio de mi oficina. Terminé el turno. El grillo volvió a dormir o la casa seguía siendo grande y para llenarla puse música. Cociné. Me fui a la cama y abracé su almohada.

Al día siguiente me levanté y abrí las cortinas para ver un día soleado. Hice yoga, me alisté, tomé café, salí y le compré margaritas al señor de las flores. Terminé turno y pasé por un marco para fotografía y una veladora blanca. Llegué casa a restaurar la fotografía, la puse sobre el buró y encendí la veladora junto a ella. Puse música, cociné y dormí.

En los próximos días que desperté, como ya no llovía dentro mi, salí a caminar, compré rosas rojas que ponía a la fotografía, cambié el color de las sábanas por uno nuevo, compré ropa, fui al cine y a una cafetería. Y en uno de esos días se ocurrió irme de viaje. Preparé las maletas. Vi nuestra fotografía y la tomé, la miré por unos minutos con una sonrisa, acaricié tu rostro por encima del cristal, pensé en llevarla, pero la coloqué de nuevo el buró. Cerré la maleta y salí de casa. Sin mirar atrás, sin derramar más lágrimas, pero siempre sintiéndote en cada café al desayunar o viéndote en cada una de las flores que se me atravesara en el camino.
Por Tadeo de León

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